Un conejo gigante persigue hacerse con la corona de un imperio. Ya no quedan zares en la boca de los lobos, ni con bocas de lobo, así que, ahora, los conejos se pasean por las calles de Budapest, afilándose los dientes con peines de nácar antiguo y burgués.
Como ya no quedan bocas de lobo, como ya no quedan tiranos de lo estable, los conejos marchan con sus dientes puntirromos y con teas encendidas con llamas cortantes.
Y nosotros presenciamos, rumiando, sus desfiles.
Y reímos.
Y reímos.
Nos parecen divertidos, los conejos, con sus cuchillas hechas de diente y sus cuchillos de fuego, como si las heridas no volvieran a nacer, ni las antorchas pudieran volver a hacer arder Europa.
Son tan deliciosos los conejos gigantes que es cuestión de tiempo que los coronemos y les construyamos un imperio.
La cerveza fría aplaca la rugosidad de las palabras atascadas en la garganta.
Por encima de los pasos quedan las nubes de humo de las incineradoras de cadáveres.
(poema escrito por Álvaro Hernando en Budapest, en un ruin-bar muy famoso, entre conejos)