El insomnio se está convirtiendo en una liturgia opaca. Los tiempos se suceden, agudos, no ajustan el ritmo y suenan vacuos. Se precipita todo lo que no se toca, golpeando como tipos de máquina de escribir. Se marcan en relieve los contornos de las letras y el papel es un testigo sordo. Reposa dentro de un desvelo el hambre que germina en los nudos de las tripas. Dos segunderos se persiguen, escupiendo ruidos desde distintas paredes. Algún coche se va acercando a la hora en que el trajín es la homilía. Si hay un Dios, duerme y no recuerda. Los hombres no aparentan tener más memoria y desprenden olores acres, a desamparo y a espera.
El suelo se quiebra con la luz y con el sol se bosteza, bebiendo un aire que no llena el estómago.
El corazón se cansa y canta dolor suave. Muerte suave. Herida suave. Una ereccion recuerda que el animal tampoco duerme y que es un ser gregario y sin manada. La contradicción está servida: ni cerebro ocioso ni muerte desocupada.
La noche se acerca siempre por la espalda. Revolotea en la oscuridad, como una polilla ciega, hasta que desaparece con el ruido de una alarma. Recuerdo el sonido del metal, el timbre agudo de las campanas de despertador de mi padre y me place llorar por saber que él, hoy, llega tarde.
Los escritores fingen que los textos les pertenecen y el fuego grita que la carne es suya.
Cuando os levantéis no me despertéis. Soy un cordero degollado que duerme con los ojos abiertos, ofreciendo su desvelo a quien quiera besarlo.
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