Hoy me he enfadado conmigo mismo. Intento recordar por qué, pero no lo recuerdo o no lo entiendo. Uno se engaña a sí mismo cuando lo requiere el guion propio.
Iba a salir de casa, temprano, hacia el trabajo, pero no me ha dado la gana.
Me he mirado al espejo y he visto a un tipo metido en la ropa que otros esperan ver en la oficina, sonando a lo que otros quieren oír, con pensamientos que otros esperan tener y con las ganas que otros quieren pillar. Joder, ¿quien soy?
Es como si fuera una expectativa ausente de mí.
Tenía unas ganas terribles de llorar.
He hecho lo que hubiera hecho cualquiera: me he desnudado y he salido a la calle. Ya no marco abdominales, no lo hago desde hace décadas, la verdad. Tampoco es que tenga una barriga exagerada, pero no tengo un cuerpo juvenil en absoluto. Mirándome al espejo me he visto cuerpo de asesino, de falsificador, de cuadro de Bouguereau, medio Capocchio, medio Schicchi. Me hubiera mordido en el cuello si hubiera podido.
Pero no he podido, así que he salido desnudo hacia el trabajo. Desnudo y descalzo.
El frío, golpeando en los riñones, me ha convencido de que debía caminar encorvado, como todos. Hacia la estación de tren de Fanjul he caminado sobre piedras puntiagudas, pero no me ha importado, porque al menos sabía que no iba pisando mierda. La mierda es blanda hasta cuando está seca, mancha siempre, no como la sangre, que se escurre entre los filos de la grava. La sangre es invisible, no como la mierda. Nadie ve la sangre, ni en las huellas.
Tampoco ha sido mucho trecho. El tren está cerca de mi casa. He notado el aire al entrar en la estación, en la piel desnuda. Y he corrido, escaleras abajo, hasta el andén, porque sé que esa corriente la provoca el tren cuando entra en la estación. Es un túnel por el que el tren empuja el aire caliente hacia los andenes, y de allí, por puro instinto, el viento busca la calle. Es un aire cálido y oloroso. Denso. Se huele con las manos, con la lengua, con los ojos. Y he corrido, porque sabía que venía el tren y no quería perderlo.
He bajado los escalones, desnudo, desparramando las canas que cubren mi sexo, sin pudor, entre gente vestida que corría igual que yo, pero más lento.
He pisado a una mujer vieja, pero no ha protestado. Ha seguido corriendo, como esos muñecos cutres de hojalata que dan pasos cortos y esperpénticos. Todos hemos dado cuerda a un juguete de estos sabiendo que iba a pararse o a caerse, en esa ridícula carrera de señora vieja tratando de coger el tren sin que un hombre desnudo con cuerpo de asesino le pise. Y nos quedábamos embobados mirando cómo el mecanismo no fallaba, igual que nos quedábamos mirando al pez que se ahogaba fuera del agua. Pues así corría la señora y así la mirábamos todos. Un chaval de menos de veinte corría más que los demás, ha llegado el último, tras la señora. Ya en el vagón la vieja se ha muerto y yo he encontrado dónde sentarme. No sabía que la tapicería del tren era así de áspera. Da igual. Aluche, Laguna, Embajadores, Atocha y Méndez Álvaro. A nadie le ha importado que yo fuera desnudo. Nadie mira a nadie ya.
Hemos corrido todos, como peces formando un banco, siguiendo una corriente invisible, hasta atascar la escalera mecánica, cerrándole el paso a la prisa y a la lógica, esquivando lugares desconocidos, como la amabilidad o la paciencia. Así hemos pasado tornos, como esas canicas que caen por los laberintos de madera, o las monedas por las cataratas tragaperras, atolondrados todos por la inercia y la gravedad. Nos hemos apretado tanto que he notado un bolso clavándoseme en el costado. Un bolso de mujer muerta en brazos de nieta hortera. Joder, el bolso tenía refuerzos de metal frío en las costuras. Vestido ya hubiera sido molesto, pero el hierro helado en las costillas me ha hecho dar un respingo al pasar el torno y me he golpeado la rodilla. Y a nadie le ha importado. A mí tampoco. He seguido, dentro de ese gusano que somos las personas haciendo transbordos a hora punta. He sido un anillo más del gusano hasta llegar al metro, línea circular, dirección Manuel Becerra. El andén lleno. Operarios del metro con chalecos reflectantes, muy serios, como policías de los de antes. Hemos esperado tres trenes hasta poder entrar en un vagón. Cada vez que un tren se llenaba, los del chaleco recorrían el andén, muy pegados a los coches, ordenándonos quedar detrás de la línea amarilla. Un chaval de unos quince no ha hecho caso y el vagón le ha raspado la frente al arrancar. Sus amigos, de unos quince, se han reído. Creo que uno le ha escupido. Llegó el tercer tren. De pequeño pensaba que el tren de verdad era el metro, pero no. El tren de verdad es el cercanías, o el Talgo, o, a veces, el AVE. El del metro es un tren escuálido. Mi amigo Simón se tiró a la vía del metro. No le pasó nada. Le sacaron a hostias los de seguridad. Mi amigo Simón tuvo impulsos de saltar a la vía del cercanías en Vicálvaro. No lo hizo. Tuvo una visión. Se vio en unos años, conduciendo un Saab, escuchando la SER en el atasco, con plaza de funcionario anarquista, casado con una mujer de bien de las que viste con bolso de piel. Se vio con tres hijos, con perro adoptado, viendo el fútbol con su suegro, afeitado, sin olor. No lo hizo, no saltó, pero la simple idea le arrancó la cabeza. Llegó el tercer tren, el del metro. La vieja entró antes que yo. ¡Pero sí había muerto en el cercanías! Igual no era una vieja. Quizá era la niña hortera con bolso de otra época. Hemos entrado empujándonos, aprisionándonos. He notado el menosprecio de uno que vestía un traje negro. Todo el mundo espera de él que vista un traje negro y menosprecie, porque sí. Me ha dado igual. Yo iba desnudo con el vagón a reventar. Me he apoyado con las dos manos en el techo. Un cabrón llevaba una mochila puesta. Sí, un cabrón. Hay que ser cabrón para ir en un vagón lleno, a tope, hora punta, y no quitarse la mochila. Al que le toque tras él va jodido. La gente que iba sentada miraba el móvil con los ojos en blanco, o cerrados, fingiendo ir dormidos, pero con el móvil. Un juncal de piernas meciéndose al son de las frenadas, las curvas, las aceleradas. Y yo desnudo. Y el del traje negro despreciando a todos. Así hasta Manuel Becerra. Y cuando las puertas se han abierto hemos salido muchos, hacia las escaleras de subida, y el gusano se ha hecho cera nada más tocar los peldaños. Nos hemos puesto unos junto a otros, nadie en fila, muy rápido, muy en paralelo. Y en cuanto hemos ocupado todo el ancho de los escalones, ralentizados, a cámara lenta, como adormilados, un gusano nuevo de gente que bajaba en sentido contrario se ha hecho raíz, deslizándose rápidamente en estrías por los huecos que dejábamos, de nuevo como monedas cayendo por las cincuenta posibilidades de una máquina tragaperras. Todos sabíamos que iban a perder el tren y no sentíamos culpa.
Son tres tramos de escaleras hasta la calle. Largos. Yo siempre subo caminando porque me gusta llegar el primero, llegar antes, sin oxígeno, porque sí, antes con antes.
Al acabar las escaleras el pecho arde. Si yo tengo calor, que voy desnudo, ¡cómo estará el del traje negro! Como todos leen mi pensamiento, todos ríen. Nos consuela saber que estará sudando. No. No es consuelo. Es placer. Nos da placer que esté más jodido que nosotros.
Salir del metro en Manuel Becerra es volver a la niñez. Casi me da vergüenza salir desnudo. De pequeño era muy vergonzoso. No me gustaba que me miraran, pero quería que me miraran. Hoy, que iba desnudo, no me importaba que me miraran, pero no quería que me miraran. Es igual, irrelevante, porque nadie me miraba.
Allí fui corriendo hasta la parada del 53. Hay que correr para hacer cola. Hay gente que no corre, que camina y, cuando llega, se queda al comienzo de la parada y, si nadie dice nada, se cuela en el autobús. Paran seis autobuses diferentes en esa parada. Esa gente, por colarse, es capaz de coger un autobús diferente al que necesitan para llegar a donde sea que vayan. Siempre hay alguien fumando. Hoy, que voy desnudo, le he dicho a un tío joven, con barba, que se fuera a fumar a otro lado. Me ha intentado responder, plantarme cara, porque no estaba fumando, pero a mí me ha dado igual y le he obligado a dejar la fila. Le he ladrado, le he gruñido, le he arañado la cara con las uñas y le he pateado con mis pies envueltos en sangre seca. Me miraba desconcertado. Pero se ha tragado el miedo y se ha ido hasta la fachada del edificio en la que se apoyan los que fuman. No ha regresado hasta que el humo se ha disipado por completo. A su regreso le he abrazado y nos hemos besado. ¡Nos alegramos tanto de vernos tras tanto tiempo separados!
Ha llegado el 53 y hemos subido cuatro personas. Uno que no ha corrido, que ha llegado caminando, ha mirado al cielo y, escupiendo, se ha saltado la cola. En cuanto he subido al autobús he dado los buenos días al conductor y le he pedido a una embarazada que le cediera el asiento al que se había colado. Sonriendo le ha dejado sentarse. Yo he puesto mi barriga contra la barriga de la embarazada y me he alegrado de ir desnudo, porque he notado los movimientos del feto. Al principio eran espasmos sueltos, como si al de dentro le dieran calambres. Pero luego he notado toda la intención en sus toques. Me empujaba la barriga. Notaba la forma de un pie sobresaliendo, tensando la tripa de la preñada, a separándome de su madre. Ella me miraba y sonreía. Y yo allí desnudo, sintiéndome afortunado. De haber vestido eso que todos esperan, no habría notado jamás aquella huella. La embarazada me ha invitado a poner la oreja y he escuchado al feto. Me ha hablado, sí, a mí. Me ha dicho “¿Has visto qie somos los únicos aquí que vamos desnudos?” Y yo he sonreído. Y me ha dicho luego que él era mi amigo Simón y que no piensa volver a viajar en metro.
Llegando a Ventas un hombre ha sido amable con otro.
En Torrelaguna me he bajado del autobús y he entrado en el edificio de mi trabajo. Los de seguridad, allí sentados, esperan que yo les diga “¡Buenos días!”, muy alegre, o agitado, o jodido. He pasado de largo. Uno ha salido gritando y me ha dicho que la próxima que pase delante de ellos debo saludar, que la seguridad es más importante que la libertad.
Yo he fingido que le escuchaba, pero en realidad pensaba en Simón.
He llamado al ascensor y, cuando llegaba, ha llegado mi amiga Yolanda. Me ha explicado que google tiene nuestros datos y que la Big Data China nos invade silenciosamente.
Y a mí ya me da lo mismo todo.
Porque estoy muy cansado. Porque hoy había elegido ir desnudo entre tanto traje innecesario. Porque hoy he aprendido que hay a quien IMPERTÉRRITO le parece una palabra bella.
Yo prefiero llorar desnudo. Quien me conoce, lo sabe.
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