El cuento del poeta antropólogo.
Aquí la prostitution es delito y tienen muy claro cómo categorizar el negocio de la piel y el contacto para no tener que renunciar a ningún producto que pueda dar pasta.
Primero están las mujeres de pool, de barra. Atletas con cuerpos llenos de hebras, que te soban, quieras o no, a menos que digas que eres poeta, en cuyo caso te invitan a una copa y te dejan tranquilo. La gente, hombres puede que acompañados de sus novias o esposas, le coloca singles por todos lados: en la cinta del tanga, en las tetas o el culo, si la piel está mojada de sudor o de agua (suele haber una ducha en la zona de la barra). Si el hombre se coloca el billete en la oreja, la bailarina se lo retira mientras frota sus tetas contra la cara del palomo. Si lo hace una chica, la bailarina suele entretenerse más, porque sabe que por cada segundo invertido en sobar a una mujer le van a caer muchos más dólares de los salidos y excitados que la rodeamos. En jauría esperan que se les acerque. A cada uno le hará una cucamona. Si alguno le gusta especialmente, porque sea simpático, guapo o jovenzuelo, le girará la silla y convencerá para recostarse sobre la barra de madera que separa la zona sagrada de baile y la zona de los pardillos. Un par de dólares doblados sobre la nariz y la mujer baila abriéndose de piernas exageradamente, hasta quedarse en cuclillas, sacudiendo el culo y recogiendo, en una nastia, todo el dinero, como si fuera una planta carnívora haciéndose con la mosca de la que se nutrirá por meses. Después suele oírse algún comentario zafio entre risotadas explosivas, como “huele a gambas”, o “mi nariz está chorreando ahora”. Todos corean y la bailarina recoge los pavos sueltos por el suelo mientras la voz del tipo que parte caras anuncia que la belleza termina su espectáculo. Hay un momento aún más denigrante que la risa del borracho. Es cuando se juntan la bailarina que entra al nuevo número y la que gatea azorada por la pista, recogiendo la pasta arrugada que los salidos o borrachos hemos ido lanzándole. Una se centra en recoger la pasta a toda velocidad, afanada en atraparla antes de que salga volando, mientras que la otra mantiene una mirada perdida hueca en los ratoncitos-lobo que la rodean. Hay toda una liturgia que traza la respuesta de la bailarina, dependiendo del número de billetes que el cliente muestra o dónde se los coloque. Uno tiene la sensación de que ha hecho algo travieso al salir de uno de estos antros. Como si hubiera participado en una broma de mal gusto de la que se sale impune.
Luego están las bailarinas exóticas. Si les gustas te sonríen. No se las puede tocar ni se les da pasta por contacto. Es raro ver alguna mujer entre la clientela. Bailar es un acto estético. Salomé y Dalila están en cada una de ellas. La gente no les tira pasta, pero les invita a copas de las que se sacan un porcentaje, o, lo que más pasta da, bailan en privado para uno o varios clientes. Que haya servicio sexual ya depende de cada quien, pero lo que sí es seguro es que aquí el cliente huele de cerca el perfume de la mujer. Si te fijas en los clientes, ves menos feria, más seriedad, más falta de esperanza. La travesura se ha convertido en una dominación más clara. Pero, ¿quién domina a quién? Me lo pregunto porque los clientes clavan la mirada lasciva y severa en los cuerpos, más atléticos que en el caso de las pool-dancers, como evaluando si la mujer ha alcanzado el objetivo de excitarles o no. Cuando se cansan es normal ver gestos mudos de desprecio, aunque sea en la mirada. Las bailarinas exóticas son más bellas, menos públicas, más altivas que las otras. Es curioso, porque a mí me pareció que con estas se follaba más. Un amigo americano me comentaba que así era, que era lógico, que allí había más dinero. Para las bailarinas de barra quedaban las mamadas en el aparcamiento.
Por último están las putas, las scorts, las acompañantes que se mezclan en el ambiente del brazo de algún forrado o guapo. Son discretas y altivas. Saben que allí no van a hacer nada. El sexo es en hoteles o antros con más intimidad. A veces juegan a “cazar” a alguna bailarina en los privados. Una exótica me dijo que tenía que escribir un poema con la historia de su amiga Marby. La habían despedido por bailar en un privado mientras una puta se la chupaba a un cliente casado. Cruzó la línea. Eso no sólo era negocio: era pecado. Del pecado no dejan que se haga dinero.
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