Muestrario de poemas del autor. Escritos, fotografías, vivencias y enlaces a blogs interesantes.
Biografía (actualizada 2019)
Álvaro Hernando (Madrid, España, 1971) es maestro y licenciado en Antropología Social y Cultural (especializado en lingüística evolutiva y en los fenómenos de lenguas en contacto). Colabora como periodista en diferentes medios y, principalmente, dedica su tiempo a la docencia. Cuenta entre sus publicaciones con los poemarios Mantras para Bailar (2016) y Ex-Clavo (2018), Chicago Express (2019). También ha sido invitado a participar en publicaciones colegiadas, como la que rinde homenaje a Federico García Lorca, Poetas de Tierra y Luna. Homenaje a Federico García Lorca: Reedición de Poeta en Nueva York (2018). Ha participado en varias publicaciones colectivas de cuento, entre las que destaca el volumen Cuentos @ (2019), de Editorial Magma, Lenguas en Tránsito. Ha publicado poemas, ensayos, artículos y relatos en diferentes revistas de España y Estados Unidos. En la actualidad es delegado para EEUU de la revista de literatura especializada en Poesía Crátera, así como colaborador en distintos medios especializados dedicados a la literatura y a la docencia. En el año 2018 recibe el Premio Poesía en Abril, otorgado por la organización del Festival Internacional de Poesía de Chicago, donde vivió por varios años formando parte de la comunidad de escritores en español del Medio Oeste norteamericano. En la actualidad vive en Madrid, donde trabaja como asesor para el Ministerio de Educación y Formación Profesional.
miércoles, 29 de agosto de 2018
Versos en un paso de cebra
Hace poco, unos días, mi editora me enviaba un enlace para participar con mis versos en esa lotería cuya pedrea va a tocar en todos los pasos de cebra de Madrid. Le di un par de vueltas al tema y, aunque inicialmente rechacé la propuesta, al poco de parpadear mi ego me convenció de lo contrario.
Abrí la aplicación en cuestión y copié un par de versos o tres. Traté de enviarlos y dio error. Demasiados caracteres. A la belleza también le ponen límites y este era un caso. Había espacio para unos 80 signos. Mi cerebro hizo cuentas y comenzó el trabajo de poda. Cada verso iba perdiendo una palabra allí, ganando una sustitución allá, siempre tratando de conservar la imagen, la idea original, reduciendo el continente, pero no el contenido. Imposible, lógicamente. Soy mal escritor. La brevedad no es lo mío.
Acabé enviando dos o tres propuestas sin pies ni cabeza.
Me fui a la cama, satisfecho, convencido de que, con la que está cayendo en el panorama poético contemporáneo, mis versos, rotos, castrados, incompletos, pasarían desapercibidos y acabarían por ser incluidos en uno de los pasos de cebra del Paseo de Recoletos o, por lo menos, de la calle Alcalá.
A media noche tuve un sueño del que me he despertado muy azorado.
Uno de mis versos rotos estaba escrito en el paso de peatones de la Plaza del Doctor Marañón, justo en el carril bus, junto a la parada del 27 y frente al metro. Ya sabéis lo que esto significa. ¡Por fin alguien me leería! Entre los atascos y los retrasos, audiencia asegurada.
El caso es que en el sueño aparecía un amigo mío, calvo y, en la vida real, con poca vista para la poesía (para la lectura en general).
Como por arte de magia, la poesía era, en el sueño, una de sus pasiones. Se mostraba como un erudito en la materia. Lo era. En fin, al sueño: en mitad de una espera prolongada mi amigo saltaba al paso de peatones, leyendo y comentando a voz en grito las virtudes y defectos de mis versos. Sin llegar a decir mi nombre, iba describiendo con lengua afilada todas las pocas fortalezas y las muchas debilidades de la composición, ganando adeptos entre quienes abarrotaban la parada el rechazo a la inclusión de mis palabras en la iniciativa de Carmena. Yo, preocupado por si salía mi nombre en aquel análisis lleno de rigor y honestidad, daba un paso atrás, amilanado y temeroso, esperando las miradas reprobatorias de los presentes en cuanto se supiera quién era el autor.
Cuando más vergüenza sentía, con sensación de no poder escapar, con mi amigo pronunciando mi nombre ya por la mitad, o sea, con el agua al cuello, un autocar turístico de dos plantas, lleno de japoneses, pasaba más deprisa y cerca de lo normal junto a la parada, embistiendo a mi querido alopécico, dejándole maltrecho, medio aplastado y aún vivo, sobre el listón blanco que formaba el tablero en el que mis versos estaban escritos. La imagen de la sangre cubriendo la palabra "carmesí", tercera de mi trova, me pareció sublime. Una metáfora sobre una metáfora. Un puñado de tierra lorquiano sobre una poesía de cuneta. Una genialidad.
Lo malo de los sueños es que uno no controla todos sus giros. Mi amigo, moribundo, levantaba su dedo acusador contra mí, como si yo fuera el conductor del autobús. Estaba seguro de que, antes de exhalar su último aliento, se chivaría de que el autor de aquella patraña era yo. No me pregunten cómo, pues los mecanismos internos de la conciencia y del sueño son para mí un misterio, pero en aquel momento el dichoso autobús daba marcha atrás, atrapando de nuevo su cuerpo, esta vez por la cabeza, contra el paso de peatones. El autobús se detuvo dejando la puerta delantera frente a mi micropoema. Esta se abrió asomándose el conductor, quien, en un japonés natural, diría que nativo, recitaba mis versos, tal y como yo los había parido, sin el mínimo menoscabo en su belleza. Aquellos versos castrados, rotos, incompletos, dichos en japonés constituían un haiku perfecto. Los flashes de los turistas se disparaban mientras yo, más por pudor que otra cosa, me hacía el distraído a la que pateaba el cadáver de mi amigo, empujándolo bajo el autobús con el fin de ocultarlo y que así no afeara las fotos.
Llevo dos noches preguntándome si mi poema era bueno o no. No lo recuerdo. Sólo sé que la tercera palabra era "carmesí".
Me pregunto qué será del poeta que, es cuestión de tiempo, tenga que soportar sobre sus versos el primer atropello.
Dedicado a Tulia Guisado
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