Chicago Express
Everything here is fast and ephemeral, in this Michigan Avenue that empties like it fills by thousands of ants-person-cannibals. This street is a dry branch without roots. Any day the wind could take it. Each time an ant falls, another takes its place in the row, and another picks up his exquisite corpse and all know that dinner is already assured, on the sidewalk, or the asphalt. Sometimes I become a branch, an avenue, and they climb my legs, trunk up and I, who do have them, hold on to my roots so as not to be engulfed in that wild marabunta, nor the wind. At rush hour they drown everything like a rapid and disappear in the canyons of the city in an anonymous torrent, towards the metro from the middle of the afternoon. They all dissipate. The city bus is a smelly ray, it should be a root made of noise, but more than underground it goes through the air and rips the sound of the street halfway up. It takes away one's tranquility, like sewing a scar from bawdy to old wound, in white and stoic grays and blacks, leaving your face to watch old TV without colors; It always smells like rancid urine. there is a lot of tattoo in the Loop’s air, drunken with, accelerated, street music, a needle tearing the skin of the one who walks, making grooves the color of the blues, sounds that are lost suddenly, light in the mirror cloud and the Lakeshore. It's a seed waiting for rain, that sticks and does not germinate, as if inside a shoe. There are also cars, abashed cars, with cracks that age fast under the salt’s attack and rust; snarling at each curve at each obstruction, agonizing. The same with beggars. It is a vertiginous act to get into a taxi full of holes, with a frozen lake as a background and a couple of homeless in the parking lot, that will not survive: there is no bright death at the paused speed of winter in the city of onions. Jack-in-the-pulpits grow at a fingers’ snap and with them their prayers in the air, aromatic prayers, announcing the heat and the yellow boats, that tread the eyes by the river gazing the skyline, and the heat, and their evil mosquitoes, who count by palms their perverse ravings. These flowers are the hurried cathedral of Chicago, reflecting a sun split in colors, inside each one of his blessed parishioners and its temporary pilgrims. There are hundreds of fangs piercing the Chicago sky at the speed of the sun coming out or of the night light by a man busied in a return as one who knows that time is all the same and only counts what one can last, even when it lasts, specifically, the time it takes the aroma of coffee to dissipate vanishing in the frozen atmosphere. Here the word is a cry, there are no whispers, all at double tempo. In this accelerating place, Spanish and English have fornicated in silent dialogue as if embraced in a hurry and have given birth to a beautiful cousin of a chilango. It shines, and it goes quite fast. Everything is so sudden in Chicago that is made into an unfinished memory It is life express.
(Traducción de Miguel López Lemus)
Chicago Express
Todo aquí es rápido y efímero,
en esta avenida Michigan
que se vacía igual que llena
por miles de hormigas-persona-caníbal.
Esta calle es una rama seca y sin raíz.
Cualquier día se la lleva el viento.
Cada vez que una hormiga cae, otra
ocupa su lugar en la fila, y otra
recoge su cadáver exquisito y todos
saben que ya tiene la cena asegurada,
sobre la acera, o el asfalto.
A veces me hago rama, avenida,
y se me suben por las piernas, tronco arriba
y yo, que sí tengo,
me agarro a mis raíces para no ser engullido
en esa marabunta salvaje, ni por el viento.
A la hora punta lo anegan todo como un rabión
y desaparecen por los sumideros de la city
en un torrente anónimo, hacia el metro
de la mitad de la tarde.
Todos se disipan.
El suburbano es un rayo maloliente,
debería ser una raíz hecha de ruido,
pero más que bajo tierra va por el aire
y rasga el sonido de la calle a media altura.
Le amputa a uno la tranquilidad,
como cosiéndole una cicatriz de barahúnda a herida vieja,
en un blanco y un gris y un negro estoicos,
dejándote cara de ver la tele antigua
sin colores; siempre huele a orín viejo.
Tiene mucho de tatuaje el aire en el Loop,
embriagado de música callejera, acelerada,
una aguja rasgando la piel del que camina,
haciendo surcos de los colores del blues,
sonidos que se pierden súbitos,
luz en la nube de espejo y en el Lakeshore.
Es una semilla a la espera de lluvia,
que se clava y no germina,
como dentro de un zapato.
También hay coches, carros azorados, con grietas
que envejecen rápido bajo el ataque de la sal
y el óxido; gruñendo en cada curva
en cada atasco, agonizando.
Igual con los mendigos.
Es un acto vertiginoso subir a un taxi
lleno de agujeros, con un lago helado de fondo
y un par de homeless en el parqueadero,
que no sobrevivirán:
no hay muerte rutilante
a la velocidad pasmada del invierno
en la ciudad de las cebollas.
Las Jack-in-the-Pulpit crecen en un chasquear dedos
y con ellas sus rezos en el aire, plegarias aromáticas,
anunciando el calor y los barquitos amarillos,
que cosen por el río las miradas al skyline,
y al calor, y a sus perversos mosquitos,
que cuentan por palmadas sus desvaríos fulgurantes.
Estas flores son la catedral apresurada de Chicago,
reflejando un sol partido en colores,
en el interior de cada uno
de sus beatos feligreses
y de sus temporales peregrinos.
Hay cientos de colmillos clavándose en el cielo de Chicago
a la velocidad del sol saliendo
o de la noche iluminada por un hombre afanado en un regreso
como quien sabe que da lo mismo el tiempo
y solo cuenta lo que uno dura,
aunque dure, de manera expresa,
lo que tarda en disiparse el aroma de un café
esfumándose en la atmósfera congelada.
Aquí la palabra es un grito, no hay susurros,
todo a doble tempo.
En este lugar acelerante el español y el inglés
han fornicado en diálogo silencioso
como abrazados a toda prisa
y han parido un primo bello del chilango.
Brilla y va muy rápido.
Todo es tan súbito en Chicago
que se hace recuerdo inacabado
es la vida express.
(por Álvaro Hernando, en Chicago Express)
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