Con estas magníficas fotos de Óscar París se me ha venido la Biografía encima.
Biografía
Las primeras ausencias llegan como pasos sobre hielo.
Uno es niño y sabe que ha muerto su vecino,
el amigo de su padre, la mujer del hombre de la panadería,
y lo vive con la ilusión del superviviente,
del estudiante que no ha sido elegido ese día para cantar la lección,
del que sigue en pie cuando otros han caído.
Los primeros años nos afanamos en ser el primero de la fila,
el destacado, el que brillaba, el mejor de los que imitan.
Un tiempo bello, alejado de la luz primera,
lleno de reflejos, necedades y preguntas.
Los maestros y los niños malos nos enseñaban
cómo el mundo se mueve y cruje.
¡Cuánta curiosidad desbocada!
Las ausencias se desecaban y perdían el sonido
con el que nos golpeaban, débiles, las piernas
desnudas, al correr entre el pastizal de hierba fresca.
Los mendigos viejos no tenían nombre,
ni otro lugar diferente al banco helado.
Biografía
Nadie sabe lo que es el frío si no ha visto
a un pordiosero borracho en aquel banco.
Pero tiene que ser uno niño, de los que quieren
buscarle abrigo a todos, para que le sangre el desgraciado,
como en hielo, por dentro, el recuerdo del anciano.
Aquellos, todos los viejos, ahí permanecían.
Ahí quedaban, los perdidos, lo perdido,
como semilla adormecida, ocupando un lugar
del que arrancaría los recuerdos más negros
el tiempo con su raíz envenenada.
Entonces uno descubre la sombra del crucifijo
en la pared de la iglesia, y las mil velas que piden por alguien,
las viejas que pagan dinero por el fuego del perdón,
y los malvados que seducen almas,
y vuelve todo a ser aprender. Y de nuevo aparece la ausencia,
y uno no quiere mirar la cara de Alejandro,
el del 7, porque no quiere que sus ojos queden atados
por la muerte a la palabra padre.
No quiere saber qué hacía el viejo en aquél cerro, sobre la roca,
junto al puente alto, con su sombrero y su cigarro.
Ni por qué la sangre, ni por qué tan de noche,
ni tan lejos de su cama, ni tan lejos de la vida.
En la iglesia nadie habla del padre muerto de Alejandro,
como si nunca hubiera habido padre, ni cigarro,
ni sombrero, ni puente, ni roca.
No quiere uno pensar en la muerte porque la sabe cierta
y generosa. Baja la mirada ante Alejandro y sigue
a paso rápido. No quiere chocar con esa piedra,
diciéndose que a él no le alcanzarán, no aún, esas ausencias.
Pero ahí están ya, echando raíces. Y uno no lo sabe,
y cree que está callado, pero se rebela. Y busca la sangre,
que llega calmándonos la sed de mundo y de la piedra
del puente, y el sombrero de ala ancha y el cigarro.
Todo se hace piel, y contra ella uno choca y se hace herida,
y callo y luego huella. Ahí nos escribimos tatuajes en la espalda,
con el nombre del sexo y del placer, y de la primera hembra,
para que no quede nada en la nada, porque ya se conoce la pérdida.
Ella mira por el cristal de la cafetería, sonriendo, esperanzada
y él entra para penetrarla, hacerse hombre, usar sombrero,
fumar, ser reflejo de nubes, sombra de nombre,
gato desenfocado y reflejo de noche,
saltar el puente, besar la roca.
Queda en grises y negros, perdido el color del niño
en cada calle, marcada la silueta, estrecha, afilada,
cicatriz en los ojos de otros, caminando por callejones
y durmiendo en colchones de hotel, en cuyo techo bailan
duendes negros haciéndose ver árboles, moviéndose sus dedos sarmientos al viento.
Se cierran los ojos y aparece la niebla,
otra ausencia: ya no hay mar, no hay luz, ni tiempo,
ni fuerza. Ahí ya se sabe lo que es el olvido,
y uno no quiere. No. No quiere que le toque el olvido,
cantar la lección estéril,
sobrevivir a un hijo, ser el vecino del 7.
Empezamos a hacer listas: los amigos viejos vivos,
los amores, los nombres de nuestros hijos,
los libros que se han leído, todas las noches de sexo.
Y los días, los amantes, los fracasos, y las canciones de Bowie,
las horas robadas al sueño, los mil rituales obsesivos
para matar a los monstruos del miedo.
El espejo empieza a escucharnos con desprecio y al fin uno se hace ausencia
entre niños armados, entre yonquis pinchándose en tubos,
entre chabolas de oro y lino. Sólo quedan las manos viejas,
y vacías, y no quedan niños malos, ni maestros, que nos enseñen el resto.
(Álvaro Hernando, en La Herida Eterna)
Biografía
Las primeras ausencias llegan como pasos sobre hielo.
Uno es niño y sabe que ha muerto su vecino,
el amigo de su padre, la mujer del hombre de la panadería,
y lo vive con la ilusión del superviviente,
del estudiante que no ha sido elegido ese día para cantar la lección,
del que sigue en pie cuando otros han caído.
Los primeros años nos afanamos en ser el primero de la fila,
el destacado, el que brillaba, el mejor de los que imitan.
Un tiempo bello, alejado de la luz primera,
lleno de reflejos, necedades y preguntas.
Los maestros y los niños malos nos enseñaban
cómo el mundo se mueve y cruje.
¡Cuánta curiosidad desbocada!
Las ausencias se desecaban y perdían el sonido
con el que nos golpeaban, débiles, las piernas
desnudas, al correr entre el pastizal de hierba fresca.
Los mendigos viejos no tenían nombre,
ni otro lugar diferente al banco helado.
Biografía
Nadie sabe lo que es el frío si no ha visto
a un pordiosero borracho en aquel banco.
Pero tiene que ser uno niño, de los que quieren
buscarle abrigo a todos, para que le sangre el desgraciado,
como en hielo, por dentro, el recuerdo del anciano.
Aquellos, todos los viejos, ahí permanecían.
Ahí quedaban, los perdidos, lo perdido,
como semilla adormecida, ocupando un lugar
del que arrancaría los recuerdos más negros
el tiempo con su raíz envenenada.
Entonces uno descubre la sombra del crucifijo
en la pared de la iglesia, y las mil velas que piden por alguien,
las viejas que pagan dinero por el fuego del perdón,
y los malvados que seducen almas,
y vuelve todo a ser aprender. Y de nuevo aparece la ausencia,
y uno no quiere mirar la cara de Alejandro,
el del 7, porque no quiere que sus ojos queden atados
por la muerte a la palabra padre.
No quiere saber qué hacía el viejo en aquél cerro, sobre la roca,
junto al puente alto, con su sombrero y su cigarro.
Ni por qué la sangre, ni por qué tan de noche,
ni tan lejos de su cama, ni tan lejos de la vida.
En la iglesia nadie habla del padre muerto de Alejandro,
como si nunca hubiera habido padre, ni cigarro,
ni sombrero, ni puente, ni roca.
No quiere uno pensar en la muerte porque la sabe cierta
y generosa. Baja la mirada ante Alejandro y sigue
a paso rápido. No quiere chocar con esa piedra,
diciéndose que a él no le alcanzarán, no aún, esas ausencias.
Pero ahí están ya, echando raíces. Y uno no lo sabe,
y cree que está callado, pero se rebela. Y busca la sangre,
que llega calmándonos la sed de mundo y de la piedra
del puente, y el sombrero de ala ancha y el cigarro.
Todo se hace piel, y contra ella uno choca y se hace herida,
y callo y luego huella. Ahí nos escribimos tatuajes en la espalda,
con el nombre del sexo y del placer, y de la primera hembra,
para que no quede nada en la nada, porque ya se conoce la pérdida.
Ella mira por el cristal de la cafetería, sonriendo, esperanzada
y él entra para penetrarla, hacerse hombre, usar sombrero,
fumar, ser reflejo de nubes, sombra de nombre,
gato desenfocado y reflejo de noche,
saltar el puente, besar la roca.
Queda en grises y negros, perdido el color del niño
en cada calle, marcada la silueta, estrecha, afilada,
cicatriz en los ojos de otros, caminando por callejones
y durmiendo en colchones de hotel, en cuyo techo bailan
duendes negros haciéndose ver árboles, moviéndose sus dedos sarmientos al viento.
Se cierran los ojos y aparece la niebla,
otra ausencia: ya no hay mar, no hay luz, ni tiempo,
ni fuerza. Ahí ya se sabe lo que es el olvido,
y uno no quiere. No. No quiere que le toque el olvido,
cantar la lección estéril,
sobrevivir a un hijo, ser el vecino del 7.
Empezamos a hacer listas: los amigos viejos vivos,
los amores, los nombres de nuestros hijos,
los libros que se han leído, todas las noches de sexo.
Y los días, los amantes, los fracasos, y las canciones de Bowie,
las horas robadas al sueño, los mil rituales obsesivos
para matar a los monstruos del miedo.
El espejo empieza a escucharnos con desprecio y al fin uno se hace ausencia
entre niños armados, entre yonquis pinchándose en tubos,
entre chabolas de oro y lino. Sólo quedan las manos viejas,
y vacías, y no quedan niños malos, ni maestros, que nos enseñen el resto.
(Álvaro Hernando, en La Herida Eterna)
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